
“No te cases nunca”, me dijo ese día mientras esperábamos a su esposa. Su vida era casi perfecta: gozaba de un buen empleo, estaba disfrutando de una juventud plena, tenía una hija, visitaba a la familia cada año, y me salió con eso. El jovencito alto y delgado de las fotografías era ahora un hombre robusto debido al cambio de vida y a su aparente estabilidad, y esas palabras me hicieron reflexionar, aunque no me avisaron de lo que estaba por venir.
La vida transcurrió sin contratiempos, de pronto mandaba a la niña con sus abuelos y a veces él acudía solo a ver a mis papás, sin dar mayores explicaciones y sin motivos aparentes. Mi hermano era feliz, o al menos así lo parecía. Siempre hablaba de cosas extrañas, de la vida o la muerte, de sus raras teorías, pero era el mismo. Siempre el mismo. El hombre menor de los hermanos, el que se salió de casa y se fue a otra ciudad en la adolescencia, quien se casó cuando estaba realmente convencido, el que tenía un buen trabajo y era un proveedor responsable.
Este fin de semana lo fuimos a visitar. Una llamada días antes nos animó a recorrer poco menos de mil kilómetros (de ida y vuelta) para poder verle y saber su condición. Invitamos a mamá y le encontramos en un punto intermedio, casi a mitad del camino.
Los tiempos prósperos terminaron, ya han pasado diez años de aquella frase que dijo así como así. La empresa con la que trabajó por años hizo reajuste de personal, lo despidieron y apenas comenzó a trabajar de nuevo. Los trámites de divorcio avanzan y casi terminan, mientras ve a su hija los fines de semana. Perdió 20 kilogramos de peso, la ropa se le ve holgada y todo a su alrededor es totalmente diferente. Ahora tiene otra familia: dos niñas y un varón de la mujer con la que vive, y una bebé recién nacida, el pretexto perfecto para verle de nuevo.
Me sentía extraña cuando íbamos en camino, las visitas de cortesía generalmente se dan en épocas de prosperidad y no en los malos tiempos, para eso existe el teléfono, los correos electrónicos o un mensaje que diga “hola, que onda, cómo andas”. Pero eso no basta, ni para nosotras y mucho menos para mamá.
Me impresionó lo que encontré, es triste ver cómo una vida próspera puede irse a la basura y que la víctima sea de nuestra misma sangre. No se sabe qué sentir, tristeza, impotencia, coraje, pero no pude dejar de comparar mi mundo perfecto con su realidad.
A pesar de todo vi alegría en sus ojos, aún tiene ganas de seguir y sospecho que pronto las cosas irán mejor. Alguien me dijo un día que el divorcio era el fracaso amoroso más grande que existe para un ser humano, pero no lo creo, el fracaso amoroso más grande es cuando no hay nadie a tu lado para abrazarte y decirte que la vida continúa y que las pruebas pasan, los malos ratos terminan y el sol siempre termina por salir.
Mi vida perfecta me queda grande, suficientemente grande como para estar siempre ahí, aunque él diga que no me necesita.
La vida transcurrió sin contratiempos, de pronto mandaba a la niña con sus abuelos y a veces él acudía solo a ver a mis papás, sin dar mayores explicaciones y sin motivos aparentes. Mi hermano era feliz, o al menos así lo parecía. Siempre hablaba de cosas extrañas, de la vida o la muerte, de sus raras teorías, pero era el mismo. Siempre el mismo. El hombre menor de los hermanos, el que se salió de casa y se fue a otra ciudad en la adolescencia, quien se casó cuando estaba realmente convencido, el que tenía un buen trabajo y era un proveedor responsable.
Este fin de semana lo fuimos a visitar. Una llamada días antes nos animó a recorrer poco menos de mil kilómetros (de ida y vuelta) para poder verle y saber su condición. Invitamos a mamá y le encontramos en un punto intermedio, casi a mitad del camino.
Los tiempos prósperos terminaron, ya han pasado diez años de aquella frase que dijo así como así. La empresa con la que trabajó por años hizo reajuste de personal, lo despidieron y apenas comenzó a trabajar de nuevo. Los trámites de divorcio avanzan y casi terminan, mientras ve a su hija los fines de semana. Perdió 20 kilogramos de peso, la ropa se le ve holgada y todo a su alrededor es totalmente diferente. Ahora tiene otra familia: dos niñas y un varón de la mujer con la que vive, y una bebé recién nacida, el pretexto perfecto para verle de nuevo.
Me sentía extraña cuando íbamos en camino, las visitas de cortesía generalmente se dan en épocas de prosperidad y no en los malos tiempos, para eso existe el teléfono, los correos electrónicos o un mensaje que diga “hola, que onda, cómo andas”. Pero eso no basta, ni para nosotras y mucho menos para mamá.
Me impresionó lo que encontré, es triste ver cómo una vida próspera puede irse a la basura y que la víctima sea de nuestra misma sangre. No se sabe qué sentir, tristeza, impotencia, coraje, pero no pude dejar de comparar mi mundo perfecto con su realidad.
A pesar de todo vi alegría en sus ojos, aún tiene ganas de seguir y sospecho que pronto las cosas irán mejor. Alguien me dijo un día que el divorcio era el fracaso amoroso más grande que existe para un ser humano, pero no lo creo, el fracaso amoroso más grande es cuando no hay nadie a tu lado para abrazarte y decirte que la vida continúa y que las pruebas pasan, los malos ratos terminan y el sol siempre termina por salir.
Mi vida perfecta me queda grande, suficientemente grande como para estar siempre ahí, aunque él diga que no me necesita.